Individuos, organizaciones y países enfermos

Hay momentos en que, si me dejase llevar por la deriva, estaría más cerca de tirar la toalla que de seguir bregando y creyendo en el género humano. Por suerte, cada cierto tiempo te ocurre algo que te congratula con nuestra especie y te hace recuperar cierta esperanza.

Pero hoy quiero hablar con dureza del común denominador a individuos, empresas e incluso países que me obliga a calificarlos de “enfermos”. Empecemos por el principio, es decir, por ti y por mí. Lo que tenemos más a mano y lo que, sin duda, podemos cambiar.

En primer lugar, lo que caracteriza a los individuos hoy en día es la total vacuidad. Vivimos en una sociedad cada vez más, conveniente y programadamente, lobotomizada. No ejerceré una defensa de la Iglesia, la familia o la nación pero sí que me permito defender el efecto de cohesión que hasta hace bien pocos años estos referentes proporcionaban a la sociedad.

El problema de base es que, haciendo un uso erróneo de la palabra libertad (como dicen los mayores, no confundir con libertinaje), hemos creado una sociedad sin principios (de ningún tipo) algo que nos aboca a un único final: individuos débiles e indefensos ante un fallo en el “programa único” que nos han metido en la cabeza.

Parece ser que tras el 11S (atentando contra las torres gemelas en EEUU) aumentaron estrepitosamente las consultas a psicólogos y psiquiatras en Norteamérica; de pronto, la gente estaba aterrada y se sentía indefensa y perdida porque su statu quo se veía amenazado por algo simplemente inconcebible para el americano medio.

No es necesario irse a casos tan extremos; todos conocemos a algún amigo divorciado de los de objetivo claro (y único) en la vida de coche grande y casa con habitación azul para el niño y rosa para la niña (que tendrían dentro de diez años). Muchos de ellos vuelven a casa de sus padres con cuarenta años simplemente porque se les ha roto el “programa” en el que han sido educados y no tienen ni idea de qué hacer ante las “adversidades” de la vida.

En segundo lugar, lo que completa la caracterización del individuo moderno es un individualismo atroz, valga la redundancia. La gente confunde lo que hace con lo que es. Quizás, porque saber lo que somos es mucho más difícil que saber lo que hacemos.

Estoy convencido que la atomización social es algo buscado no sé si por gobiernos,  instituciones financieras, multinacionales, masones o los iluminati. Sé que suena un tanto conspiranoico pero creo que Gran Hermano está cada vez más cerca (haya o no mano negra detrás) y la única manera de evitar que se realice la distopía es mediante la interdependencia, es decir, la relación con el otro y el “tú ganas –  yo gano”.

Este individualismo conlleva, habitualmente, una malísima actitud hacia la crítica que se asume como personal. Cuando todo mi ser se basa en mi individualidad cualquier crítica relativa a lo que haga tendrá el peligro de ser interpretada como un ataque a mi persona.

Son muy significativas en este aspecto las experiencias que he vivido en los talleres de guión. Se supone que un taller de guión es un instrumento para trabajar sobre las historias que los participantes ponen en común a fin de mejorarlas y, en definitiva, aprender. Bien, pues es sorprendente la cantidad de gente que viene el primer día con su historia bajo el brazo y no vuelve al taller. Su ego no puede admitir que su historia es imperfecta (esto es un eufemismo para decir que es una mierda total, en el noventa y nueve por ciento de los casos) y no soporta un ejercicio de crítica constructiva (habitualmente exenta de formalismos ya que el tiempo es oro).

Dando el salto del individuo a las organizaciones o empresas no es de extrañar que éstas reproduzcan buena parte de los males citados (y añadan otros nuevos). Por ejemplo, es muy habitual que “los jefes” hagan un uso incorrecto de la crítica en lo profesional y que éstas se tornen en ataques ad hóminem con consecuencias emocionales en los empleados ¡que influyen en las cuentas de resultados!

Mi experiencia (y ojalá sea un caso único) es que seguimos anclados en los modelos organizacionales jerárquicos (el “ordeno y mando” herencia obsoleta de un sistema militar cuyo principal mérito era la antigüedad en el cuerpo en muchas ocasiones) y un sistema de castas, silos o reinos de taifas.

Los individuos tienen a asociarse para obtener una identidad social (que les “proteja” de ese vacío que sienten como individuos) lo que, en el mundo empresarial, se traduce en ser del departamento X o Y. Esto genera una especie de quinta columna que boicotea la organización por procesos de la empresa (y su cacareada misión, visión y objetivos, etc).

De nuevo, por tanto, la horizontalidad que requeriría una organización, para funcionar como es debido, se ve saboteada por las “pobrezas” de los individuos que la componen. El “tú ganas –  yo gano” se convierte en “tu obedeces – yo mando” olvidándonos de la orientación al cliente, las sinergias entre personas, etc.

El ego individual trata de imponerse por encima de las necesidades de la organización y el sistema enfermo lo fomenta, a pesar de los miles de euros invertidos por estas mismas empresas en cursos de trabajo en equipo, productividad, comunicación y un demasiado largo etcétera.

Para terminar, todo lo anterior se refleja a su vez en eso que conocemos como sociedad. Una sociedad compuesta de individuos que ni siquiera se reconocen como tales, carente de principios e incapaz de permitir asociaciones entre sus ciudadanos que busquen un beneficio común.

De otro modo, no puedo entender la pasividad social ante el que posiblemente sea el mayor escarnio y estafa organizada que, yo al menos, he conocido: la famosa crisis económica.

No es humanamente entendible que ante la pérdida de todo tipo de derechos adquiridos a fuerza de mucho trabajo y compromiso de nuestros antecesores, ante la adopción de medidas draconianas destinadas a trasladar nuestro dinero a los bolsillos de los banqueros, ante miles de desahucios y millones de parados, etc la sociedad sea incapaz siquiera de expresarse.

Y en medio de este drama multinivel, estamos tu y yo que, lo creas o no, tenemos nuestra responsabilidad en lo que ocurre. Pero, al margen de responsabilidades, la pregunta que debemos hacernos es:

¿Qué estoy haciendo yo para que esto cambie?